La jaula de oro by Shirin Ebadi

La jaula de oro by Shirin Ebadi

autor:Shirin Ebadi [Ebadi, Shirin]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama
publicado: 2009-08-31T22:00:00+00:00


17

Visita a Evin

Mientras mi familia y yo intentábamos que liberasen al doctor, las cartas que había enviado a favor de Yavad empezaron a dar fruto. Un día, Parí encontró un mensaje en el contestador que informaba del día y la hora previstos para visitar al preso. Era un mensaje seco y sin rodeos que, aun así, llenó de esperanza a mi amiga y a su madre.

El día antes de la visita, Simin fue al bazar y compró abundante fruta fresca, manzanas, higos y uvas para mimar a Yavad como cuando era niño. A causa del racionamiento y de la guerra, la compra le costó una pequeña fortuna, pero cuando se trataba de sus hijos, ella no reparaba en gastos.

A la mañana siguiente, Simin se vistió con esmero, aunque ya había decidido que llevaría el chador; le parecía que debía intentar congraciarse con los guardias y mostrarse como la intachable madre de un hijo que, a fin de cuentas, era honesto.

Parí observó en silencio los preparativos; callaba para que su madre no percibiera en su voz y sus palabras lo que realmente sentía: lástima; lástima de sí misma, que llevaba años tras las andanzas de sus hermanos; lástima de su hermano Yavad por el infierno de vida al que se había condenado; lástima de Alí y Abás y sus rencorosos silencios; y, sobre todo, lástima de Simin, asustada como una chiquilla porque, al fin, volvería a ver a uno de sus hijos. Los últimos años le habían partido el corazón: Abás no podía salir de Estados Unidos y tal vez no regresaría nunca; Alí había decidido ir al frente y ya no se dignaba a escribirle; Yavad era inalcanzable, primero por ser un clandestino y ahora por estar preso. Sin sus hijos y nietos, se sentía una mujer sola y, lo que era peor, una madre inútil. Pero, incluso más que la nostalgia, lo que la atormentaba eran las peleas y las tensiones. Sus hijos mantenían posturas tan encontradas que no soportaban verse, como si no fueran hermanos, y no preguntaban unos por otros. De hecho, cuando aún estaban todos en Teherán, iban a verla por separado. Las comidas festivas en la vieja casa de Abás Abad ya no eran más que un recuerdo difuso.

Simin y su hija bajaron por la cuesta de los Arrepentidos, como dos presas. Por un instante, Parí se preguntó si Yavad habría pensado en retractarse de sus ideas. Pero era una duda inútil: Yavad no estaba hecho para arrepentirse y poco importaba el precio que tuvieran que pagar él y los suyos.

En la entrada, los guardias las pararon y arrancaron las bolsas de las manos de Simin.

—No vais de picnic, abuela —se mofó un guardia.

Pese a la barba que intentaba dejarse crecer, no aparentaba más de diecisiete años.

—Sólo es fruta…, la he comprado para mi hijo —respondió, desolada, mirando sus dos bolsas en manos del joven.

—Pues acabo de confiscarla. ¿No sabes que los presos no pueden recibir regalos? Son traidores, no invitados de honor.

—Déjalo, mamá, no merece la pena —la disuadió Parí tomándola del brazo.



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